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miércoles, 3 de septiembre de 2014

Otro viejo en el mar - Capítulo 5

La televisión susurraba violencia. Después de una década en tierra de chamanes me sentía como en casa. Ya casi me había acostumbrado a aquellos gritos, aquellos tiroteos, aquellas emboscadas. Periódicamente las calles se llenaban de manifestantes y de combatientes. Se habían formado las primeras guerrillas urbanas; las primeras grandes guerrillas urbanas. El primer conflicto que había vivido diez años atrás era una broma en relación a esto. 

Internet susurraba mentira. Desde 2015 hasta 2020 los enfrentamientos entre las dos Venezuelas se habían incrementado. Solo había una forma de hacer la paz: combatir a los que traían la guerra. El gobierno se mantenía resistiendo e intensificando sus planes de socialización, lo cual reducía la pobreza pero aumentaba la rabia de las grandes empresas privadas, que desarrollaron un boicot que se tradujo en cartillas de racionamiento muy bien delimitadas. La guerra económica daría paso a las trincheras sangrientas.

Una sección del ejército, financiado por aquellas empresas, se sublevó. El gobierno venezolano resistió aplastando el Golpe de Estado con la intensidad necesaria. Estados Unidos, juez internacional, vería en esta su oportunidad de ampliar su imperio. Centenares de tropas ponían rumbo al sur de América mientras los cazas de las barras y estrellas se convertían en un adorno habitual del cielo de Caracas. Como en Chile medio siglo antes, los grandes pensadores neoliberales estaban detrás de la acción. Las grandes cabeceras del globo lloraban las vidas de los golpistas a la vez que exaltaban la actuación estadounidense. Las cámaras de televisión filmaban la resistencia venezolana; los presentadores hablaban de dictadura militar.

Tras asentarme como profesional de eso que algunos llaman periodismo, mi carrera sufriría un giro drástico con los enfrentamientos. Abandoné Puerto La Cruz para ir a la capital, donde el trabajo llamaba a la puerta. En Caracas me convertí en relator del conflicto, una especie de John Reed del siglo XXI. Mis crónicas lucían en el diario El Libertador, que desde hacía varios años luchaba por equilibrar la balanza entre las informaciones del hemisferio norte y las del sur. Además, en España, los periódicos más insurgentes esperaban cada tres días un e-mail con mi nombre en el remitente. 

A partir de 2025 el envío de mis crónicas al extranjero sería cada vez menos frecuente. La guerra estalló y una propuesta me cambió la vida, otra vez. Una llamada del general Diego Navazo solicitó mi compañía en una milicia en los Montes de Oca, frontera entre Venezuela y Colombia, país colaborador de los Estados Unidos. Recuerdo que me dio una semana para reflexionar. Dos días y dos litros de ginebra después mi respuesta fue afirmativa. Abandoné España para luchar por un mundo más justo. Había llegado la hora de hacerlo. 

Hasta entonces Europa había derivado en un liberalismo salvaje alimentado por los grupos de ultraderecha, cada vez más fuertes en el Parlamento Europeo. A pesar de que no constituían ningún gobierno tras la derrota de los nazis ucranianos en 2018 ante las Brigadas Internacionales en el Donbass, los partidos fascistas tuvieron un fuerte crecimiento en España, Italia, Holanda y Portugal. La xenofobia creció a la vez que los asesinatos de inmigrantes. Lo que podía conocer me asustaba; lo que no, me hacía temblar de miedo.

Al marchar a los montes dejé de tener ese contacto diario con la información europea, aunque sí que intentaba, al menos una vez a la semana, bajar al pueblo más cercano para observar el mundo desde la red y, de paso, contactar con mis padres y mi –antigua- compañera. El Internet en la montaña era suficiente, de calidad incluso. Me permitía enviar mis crónicas. Tenía 30 segundos al día, los suficientes para que no me detectasen las fuerzas tecnológicas del Ejército imperialista. Una carrera a contrarreloj mientras se cargaba el archivo que, ahora con la tranquilidad del hombre viejo, debo admitir que me ponía cachondo. 

Me había acostumbrado a echar de menos y a vivir cuidándome de despertar a la mañana siguiente. Tenía la esperanza de que todo acabase bien. No me bastaba con que eso terminase, quería ganar. No me bastaba con una falsa paz con la que volver a perder. Había noches en que el diablo de la rendición me pintaba un futuro de vuelta a casa que mi orgullo rechazaba tras reflexionar unos segundos. Escapé de la vida cómoda para luchar por un futuro humano. Otras noches, el ángel de la resistencia me llamaba a empuñar las armas y atacar el primer puesto de vigilancia enemiga que me encontrase en el mapa. Pero yo no nací para ser un mártir; prefería contarlo. En cierto modo, seguir añorando todo lo que dejé atrás era mi forma de conservarme vivo. El fusil que me acompañaba al dormir, comer y cagar también era de ayuda.

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