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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Otro viejo en el mar - Capítulo 6

Continuación capítulo 5

He dicho adiós a muchas cosas en mi vida. Cosas que nada más girar la espalda supe que no dejaría de añorar. Apechugué cuando tuve y pedí perdón cuando me lo indicó el corazón. Nunca dejé de mirar hacia adelante. El no echar la vista atrás es una lección que aprendí en los Montes. Todo lo que había vivido hasta entonces era comodidad, sutileza emocional y un poco de barro en mis pies y alma. Me tocaba enfrentarme a la realidad más cruda: la guerra. La nostalgia era una herramienta que me permitía vivir; pero un exceso hubiese sido mortal. Soñar era bonito, pero había que despertar, tomar notas para convertir nuestra historia en realidad mediática para el resto del mundo y mantener el fusil cargado por si algún desgraciado me ponía en su punto de mira. 

Salía el sol por el horizonte y mis compañeros de campamento -100 guerrilleros y guerrilleras y 7 médicos- ya estaban en pie para cuando yo decidía abrir los ojos. Esto último lo hacía con la mejor vista posible: el cuerpo desnudo de Camila, revolucionaria con la que viví el amor más pasional de mi vida. Su sonrisa hacía que leyese paraíso en unas montañas que parecían tener escrita mi muerte. Ella era mi patria entera. Toda ella hacía que amase la lucha. Hacía que amase la vida; incluso esa vida. Esa vida en constante pulso a la muerte. Luchar a su lado ya era una victoria. Estábamos haciendo la Revolución y una Revolución no se puede hacer sin pasión. Nos contagiamos. Un amor de guerrilla por el que también escribo estas líneas. Porque sé que escribiendo sobre ella puedo hacerle alcanzar algo que nunca pudo lograr en vida: la eternidad. Esa es una de las ventajas del escritor: elegir quién pasa a ser eterno y quién no.

Éramos una pequeña cuadrilla de las muchas que ocupaban los montes fronterizos. El ejército popular, dirigido por el Gobierno socialista, había decidido que llevásemos a cabo las estrategias que ya el Ché Guevara expuso en su “Guerra de guerrillas”. Por lo tanto, en los montes optaron por una guerra de desgaste. Atacaban al enemigo por sorpresa, en acciones rápidas contra sus puestos, preferentemente de noche o al atardecer. Yo siempre acompañaba, por lo que hoy me complace catalogarme como guerrillero. Bajábamos a los valles, saqueábamos sus tiendas, cogíamos su munición y dejábamos una decena de cadáveres dirección al Norte del Amazonas. Nos creíamos los mejores. Y yo lo describía enviando crónicas; las internacionales a 80€ el artículo.

No era más tarde de las 18:00 horas. Llevaba ya cerca de cuatro años en los Montes; la guerra no tenía pinta de acabar pronto. El grueso de la guerrilla se había ido a inspeccionar los alrededores y buscar un refugio mejor del que ocupábamos. Tan solo un par de médicos, cinco combatientes –Camila entre ellos- y yo nos quedamos en el campamento. Cocinábamos y lavábamos ropa. Cerré la pinza en la cuerda para pillar una camiseta cuando escuché el gatillo. Luego los gritos. Emboscada. Veinte soldados imperialistas destrozaban el campamento. Me libré de la muerte. Asesinaron a dos guerreros y a los demás nos llevaron con ellos. Comenzaba la pesadilla. 

Nos montaron en un camión en el que nos transportaron en lo que parecieron tres días de carretera, si bien en realidad no fueron más que cinco o seis horas. Nos llevaron a Colombia, a Maicao. Nos separaron. Fue la última vez en mi vida que vi a Camila. Una de esas malditas últimas veces por las que no puedo evitar que las lágrimas humedezcan el papel. Se la llevaron con los combatientes como a otros tantos prisioneros guerrilleros. Un beso aprisa y su mano se soltó de la mía, arrastrada por el general que en inglés gritaba contra la libertad –social- diciendo defender la libertad –económica-.

Al tiempo que el agua inundaba mis ojos, mis venas se llenaban de rabia. Lancé varios puñetazos, pateé algunas espinillas y pronuncié palabras que hacía lustros que no salían de mi boca. Improvisé insultos en inglés. Mi rebeldía me costó la peor paliza que me han dado en mis 67 años. A los que no éramos guerrilleros nos llevaron a unos campos de prisioneros separados de los de los combatientes. Nada más llegar me sacaron fuera para azuzarme como nunca nadie había tenido el valor de hacerlo. Sentí el cañón en mi nuca. Me meé. 

Tras la humillación, y aún con los pantalones enfangados en pis, me metieron en nuestro barracón donde convivíamos quince personas a las que alimentaban dos veces al día con un plato de sopa y un pedazo de pan para cada uno. Dormíamos apretados, con una melodía de fondo compuesta por disparos de fusiles y gritos de guerrilleros que veían como se acababa su Revolución personal. Suerte que la de todos, la que importaba, aún estaba muy viva. 

Los interrogatorios fueron constantes. Bastante delicadeza tuvieron con mi ordenador portátil, que llegó al centro de operaciones de Maicao en intactas condiciones, al contario que el resto de acompañantes en aquel camión. Leyeron todo y me preguntaron por más. Sabían quién era antes de cogerme, a quiénes vendía las crónicas y por cuánto. Me confesaron que nunca lograron cazarme usando su Internet. Era mi pequeña victoria. No podían sacarme nada porque nada sabía. Nunca me quise inmiscuir en los planes lejanos de la guerrilla por si algún día, tarde o temprano, me pillaban. No es ser precavido, es que cuando la vida siempre te ha puesto en la situación más mala, probablemente en una nueva aventura vuelva a colocarte en la peor. 

Allí me enteré de que en España había estallado la Guerra Civil. El sector más radical del Ejército se levantó en Castilla y León. Rápidamente fue apoyado por aquellos que dos días antes decían ser demócratas. De nuevo la Península quedaba dividida en dos bandos. Y yo no podía hacer nada. Solo conocía lo que leía en los periódicos cuando nos llevaban a los cuarteles generales para los interrogatorios. Nada de mis amigos, mis padres o de la mujer que aún hoy en mi corazón es mi compañera. Toda la información la tenía a un paso en mi ordenador. Imagino la lluvia de e-mails. Mi computadora, un objeto bajo la más estricta custodia. Mi esperanza, tan cerca y tan lejos. Años después sabría que en esos momentos, mientras yo planeaba recuperar mi portátil, Camila estaba andando su trayecto burocrático hacia el paredón. Malditos hijos de la gran puta.


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