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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Otro viejo en el mar - Capítulo 7

Pasaban los días, las semanas, los meses y los años. Seguíamos recluidos, cada vez con menos privilegios, si es que a respirar tranquilamente unas cuantas horas al día se le puede considerar un privilegio. Vivía con miedo, el mayor miedo que he sentido nunca. El miedo que ya sufría Primo Levi en Auchswitz durante la II Guerra Mundial. El miedo a que nuestra historia no fuese contada. A que ellos se saliesen con la suya y relatasen su discurso, el de los vencedores; el del olvido a los vencidos.

Mantenía la esperanza. Día a día veía rendirse a compañeros y compañeras que se convertían en zombies vivientes que tragaban sopa y masticaban pan. Pero yo mantenía la esperanza. Cuánto más se endurecían nuestras condiciones de vida, más cerca veía el final. Soñaba con que la explicación a nuestro peorvivir era el avance de las milicias populares y las guerrillas. Así era. Cumplía cerca de cuatro años y medio allí cuando el cuartel empezó a ser desalojado. Corría la sangre. 
Fusilaron a los más débiles, los que no tenían fuerzas para ayudarles a transportar las carretillas con máquinas, hierro, ladrillos, armas, víveres e instrumentos médicos durante 12 kilómetros hasta el pueblo más cercano. Fusilaron también a los guerrilleros que no les valían, que ya habían exprimido a más no poder. Por suerte, muchos escaparon. Y entre esos muchos, yo. Eran más crueles, pero eran menos. Creían que éramos sumisos, pero preferíamos la muerte a arrodillarnos. Este viejo solo se arrodilla ante unas piernas de mujer, y solo si es para darle placer. 

Escapamos. Era de noche, andábamos en dirección a un pueblo cuyo nombre no recuerdo, desalojando el campamento militar de los capitalistas y alejándonos cada vez más de los montes. Sabíamos que esa era nuestra perdición. A altas horas de madrugada paramos para dormir. 25 guardias vigilaban a los cerca de 100 prisioneros. 25 grandes guardias, armados y sanos vigilaban a cerca de 100 prisioneros hambrientos, en su mayoría enfermos, cada cual con su afección. Sin nada que pensar, un grupo de 50 echamos a correr. Oímos disparos. Oímos gritos. Olimos sangre. La otra mitad que allí quedó pagaría caro nuestra rebeldía en cuanto llegasen a su destino y hubiesen transportado todo el material. Al fin y al cabo, iban a morir de todas formas. De los 50 que intentamos escapar, sobrevivimos 20. Hoy, entenderás, mi anónimo amigo –o amiga-, que me sienta un privilegiado. 

No podían permitirse el lujo de recular y perseguirnos, así que avanzamos por donde habíamos venido con la esperanza de volver a encontrar en los montes a alguna guerrilla colombiana amiga. Tras otro par de meses viviendo cómo bien podíamos, dimos con los milicianos. Nos informaron de que sí, habían ganado la guerra. Ocho años después, Venezuela estaba limpia de fascismo. Nos llevaron al otro lado de los Montes de Oca, al otro lado de la frontera, al otro lado de la paz. Ahora quedaba Colombia; tarea mucho más complicada. Pero Latinoamérica no se rendirá nunca.

Estuve poco tiempo en Venezuela. Volví a Puerto La Cruz, donde pasé seis años ayudando a los vecinos a reconstruir los barrios, a construir una vida digna. No se trataba de recuperar la que habían tenido antes de la guerra; sino de mejorarla. La victoria había llenado de orgullo al país. Todos se sentían grandes, fuertes, con ganas de trabajar por la Revolución. Volví a incorporarme a mi trabajo como reportero. Me convertí en uno de los más apreciados por el Gobierno. Odiaba el reconocimiento y los elogios, pero intentaba vivir al máximo mis días para llegar agotado a la noche. Porque la noche, la cruel noche, era la que no me dejaba descansar.

Tras la Guerra española, que finalizó en el 2029, se instauró una dictadura, una calcomanía de lo sucedido un siglo antes. No tuve más noticias de mis padres. Habían pasado tres años del fin de la guerra, seis desde mi última comunicación con ellos, y sus registros en internet hacía 24 meses que los situaban fuera de la red. Los teléfonos, ilocalizables. Sí me había vuelto a comunicar con mi compañera, el amor de mi vida, en el exilio. Le escribía y me escribía. Le preguntaba por mi familia y no me sabía responder. Se había casado y vivía en la Costa Azul francesa, en Saint-Raphael. A su cargo, dos niños y una familia de bien; lo que siempre mereció y que yo nunca hubiera podido darle. Entonces, entre e-mails felices, tristes y demás poemas de insomnios, llegó la noticia que todos estábamos esperando.

Tras cientos de fusilamientos, asesinatos, humillaciones y represión, la ONU llegaba a un acuerdo con el gobierno fascista español para una segunda transición, igual de ruin que la primera, llevada a cabo medio siglo antes. Desde el 28 de octubre de 2035 España se convertía en una democracia liberal. Los sectores estratégicos estaban privatizados, no existían servicios públicos y se establecía un olvido sistemático con todo lo que había pasado durante los seis años de dictadura. Unos seis años que se llevaron la vida de mis padres, asesinados en cualquier cárcel, por cualquier bastardo, por el hecho de defender su dignidad y nuestra libertad. Ante la presión popular, para lavarse la cara, el Gobierno decidió dar una lista de “víctimas de guerra”, en la que figuraban los nombres de los asesinados, a los que nunca se rindió homenaje. Ver a mis padres entre ellos me vació el corazón de toda capacidad de sentir, pero al menos ya tenía la certeza de su paradero. Por fin, podía llorar con razón.

Volví a casa en 2039. Volví a mi barrio, donde eran pocos los vecinos que habían sobrevivido a la masacre; donde eran escasos los amigos que aún seguían viviendo. A ellos les debo una vida que debía haber pasado a su lado. Sin embargo, aún me creía joven. 48 años no son tanto en la vida de un ser humano de hoy en día. El problema era que mis 48 hacían por 97 de cualquier ser humano de hoy en día. Ella también volvió a casa, con su familia. Seguíamos y seguimos escribiéndonos. Nunca volvimos ni volveremos a vernos. 

19 años después de volver, me veo un anciano. Odio casi todo lo que me rodea. La droga sigue matando a jóvenes que, cualquier día, podrán ser necesarios en algún otro frente de batalla. Que los habrá mientras existan las clases sociales; lejos de desaparecer. El capital sigue mandando sobre los hombres. Algunos hombres, hombres a cuyo lado no querría luchar ni aunque tuviesen las mejores armas del planeta, siguen matando a mujeres a las que dicen querer. La igualdad sigue quedando lejos y el feminismo se ve como una ciencia prohibida. Por si fuera poco, el amor, único consuelo del corazón, se ha convertido en deseo puntual, en el anhelo de saciar un gusto entre piernas. Que está muy bien, da grandes ratos de alegría, alegría pura; pero no es amor. Y sin amor, todo es peor. 

Por todo eso estoy en el mar. Porque es el único lugar en el que de verdad puedo encontrar el amor. El amor a mí mismo, la felicidad conmigo mismo. No fui perfecto, tampoco aspiré a ello. Corregí mis errores con la única intención de dejar buen recuerdo en los corazones que un día me quisieron. A muchos los mataron, a otros no; hoy no me busca nadie. Y aun así, estoy feliz con mi vida. Una vida pésima, de barro, de manchas, de llorar, de luchar y sangrar. Una vida de heridas, de despedidas, de infinitas noches en vela y poemas que no leerá nadie. Pero una vida que es mía, sin la que yo no podría ser yo. Yo, querido amigo –o amiga-, estoy satisfecho conmigo. Tengo mil guerras ganadas en montes, en calles y en corazones. Esa es mi paz.


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