Categorías

miércoles, 20 de agosto de 2014

Otro viejo en el Mar – Capítulo 4

21:30 del 6 de enero de 2011. A mis recién cumplidos 20 años me embarcaba en la búsqueda del sueño más ambicioso que perseguí nunca: un mundo justo e igualitario. Mi vida siempre ha sido una sucesión de sueños por cumplir. Siempre fui a por ellos, nunca dije ‘no’ a seguir una ilusión, y eso me ha costado mucho. No estoy arrepentido, si bien sé que de haber elegido otra forma de vida ahora tendría una existencia más cómoda y quién sabe si mejor. 

Lo que sí sé son la fecha y hora exactas del vuelo que cambió todo. Guardo ese billete con cariño, muy a pesar de lo que acabaría significando una década después. 47 años más tarde, una gran parte de mí comprende y ama mi aventura; otra aún imagina cómo habrían sido las cosas si no hubiese dejado todo atrás. No puedo evitar pensar en qué hubiera pasado si esa última caricia no hubiese sido -y siguiese siendo- su última caricia. Si mis padres me hubiesen puesto algún impedimento. Si hubiera ahorrado menos dinero del necesario para subirme en aquel vuelo de ida. No recuerdo qué se me pasó por la cabeza entonces, sí que lo único que hice fue agacharla, decir adiós y dejar atrás todo entre lágrimas. Unas lágrimas que confiaba en transformar en igualdad y justicia; en socialismo. Unas lágrimas que costaría mucho tiempo secarme.



Me considero una persona sensible. Quizá esa fuera la cualidad que me hizo emprender mi aventura. Desde el momento en que salí de casa supe que me esperarían muchas noches en vela, muchos días malos y muchas copas con efecto analgésico. Pero era mi sueño y ni tan siquiera la kilométrica barrera de la nostalgia podía frenarme; y si ello no podía, casi nada sería capaz de hacerlo. Un ‘no te vayas’ de los labios adecuados hubiese bastado; si bien esa boca nunca pronunciaría tal anhelo. Confiaba en que todas aquellas personas a las que dije adiós un día me valorarían como yo creía merecer. Y aquí me ves, pescando para sobrevivir y escribiendo para no vivir muerto.

20 horas después ya estaba pisando suelo y sueño latinoamericano. El sol se escondía por el horizonte y el ‘jet lag’ hacía efecto. Pensaba en no sé qué y me acordaba de sí sé quién. El viaje se hizo eterno. Era uno de esos días en los que la mente funciona a mil por hora intentando inútilmente seguir el ritmo de un corazón que late al doble de velocidad. Vomité varias veces. El cuerpo humano es otra de esas cosas que siempre me han parecido una incógnita. La buena noticia es que estaba en Caracas.

Tras unas horas de coche llegué a Puerto La Cruz, ciudad costera del noreste venezolano penetrada por el océano, casi al estilo de la Venecia italiana. Nunca había oído hablar de ella antes de buscar un destino, pero sus playas me parecieron el lugar ideal para aquel que necesita dejar una vida atrás callando un corazón en lucha por salir de su boca. Llevaba el dinero de la beca que en España me había concedido para estudiar ese curso, así que no fue complicado encontrar un pequeño apartamento cómodo en el cual podría vivir unos meses si todo me iba medianamente bien.

Me matriculé en la Universidad pública para el curso siguiente. Aún quería estudiar y las facilidades que daba para ello la Venezuela Bolivariana me venían de perlas. Eran los últimos años de Hugo Chávez al frente del gobierno sudamericano. No he conocido dirigente con más apoyo popular que él. En los barrios se quería realmente a ‘su comandante’. Lo que nos vendían en la tele los mass media era mentira. Ese puñetazo al estómago de los medios, esa cura de realidad que sufrieron mis ojos durante mis primeras semanas, fue la primera alegría que me dejó mi nueva vida. Como ves, algunas primeras veces no se olvidan. Si rebuscas bien y si quieres encontrarlas, lo harás. Decidí estudiar periodismo.

Creía en la palabra como medio de lucha y contar lo que en realidad pasaba en tierra latinoamericana era combatir al Imperio. A su vez, tomé simpatías con militantes del PSUV, partido del gobierno, que volvió a ganar otras elecciones al poco de estar yo en suelo venezolano. Serían las últimas del Comandante. Con su muerte, la derecha organizó revueltas en las principales capitales del Estado, en las escasas ciudades en las que podían permitirse actuar. La televisión mostraba enfrentamientos y disturbios en Caracas.

Yo ya había acabado mi primer año de estudiante y me encontraba trabajando para un medio provincial de cuyo nombre ahora es una quimera acordarme. Puerto La Cruz está relativamente cerca de la capital, por lo que no tuve que convencer demasiado a mi jefe de sección para que me permitiera ir a Caracas para contar lo que allí estaba pasando. Me sorprendí. Nunca había visto una manifestación de ricos. Los focos de disturbios estaban muy dispersos, siendo escasísimos a mi llegada. Había muertos en ambos bandos, especialmente en el de los socialistas. La tele seguía mintiendo. Por las bases del PSUV corría el rumor –la seguridad para ellos- de que la oligarquía estaba financiando a pistoleros para provocar esta guerra en las calles. La realidad es que aquel combate estaba a punto de acabar. Cuando terminó todo volvió a ser como antes. El gobierno seguía reduciendo el índice de pobreza.

Ese fue el primer contacto que tuve con la lucha callejera. Entre tanto, con mi sueldo como periodista en prácticas y la ayuda de residencia que recibía del Estado venezolano podía subsistir sin pasar ningún tipo de penuria. Me acostumbré a vivir sólo como se acostumbran los hombres a todo: por la fuerza. Habían pasado dos años desde que salí de España y no había atisbos de volver pronto. Mientras la cámara, la grabadora y el PC se hacían una prolongación de mi organismo, las videolladamas por internet eran mi comida de cada día –la diferencia horaria hacía que mi hora libre de comer coincidiese con su hora de cenar en España-. 

Por supuesto ya no estábamos juntos, más bien separados por medio globo terrestre. Pero nos echábamos de menos. Siempre he sentido una sensación confusa al escuchar un “te echo de menos”, aunque cierto es que ya hace mucho que esas palabras no suenan en mis tímpanos. Recuerdo vivir una mezcla de impotencia y felicidad pura. Impotencia por no poder estar, felicidad porque me quería allí a su lado. Pero yo no estaba allí; yo estaba allá. Y echar de menos también se olvida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario