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miércoles, 13 de agosto de 2014

Otro viejo en el mar – Capítulo 3

Mi paso por la universidad fue muy pasajero. Se cumplía la primera década de siglo y, por raro que pueda parecer, la educación universitaria no estaba restringida a los hijos de la clase alta. Los jóvenes de por entonces considerábamos un derecho el acudir a las facultades. Luchamos por ello. Más bien, lucharon. Quizá tuvimos lo que nos merecimos. Quien no hace nada, merece menos; y hubo muchos que no hicieron nada. Siempre me dieron pena los que, a pesar de darlo todo, no obtuvieron más premio que la derrota. Sin embargo, ellos, con su lucha, consiguieron una paz interna que yo tuve que buscar lejos de donde un día soñé conseguirla.

El mundo acababa de entrar en una crisis económica capitalista que hizo que todos los cimientos de los países ‘desarrollados’ se vinieran abajo. Aumentó el desempleo, la precariedad y la pobreza en todo el globo capitalista; sistema del que se salvaban pocos estados concentrados en su mayoría en América Latina. Los gobiernos comenzaron a utilizar el dinero público para rescatar bancos privados. Los mismos bancos que echaban a personas de sus casas por no tener dinero para poder pagar la hipoteca. Las grandes empresas privadas controlaban los gobiernos. El liberalismo se fortalecía. La fantasma clase media –término usado para engañar al trabajador y darle esperanza de convertirse en millonario- cayó. En un sistema tambaleante la brecha entre ricos y pobres se hizo aún mayor de la existente hasta entonces. 

Ante tal panorama crecieron los fascismos, con especial fuerza en el este de Europa. De nuevo la burguesía sacó a sus perros de presa para eliminar la lucha obrera, que volvía a llenar las calles reclamando pan, respeto y una vida digna. La corrupción en la política se convirtió en el fenómeno sistemático que aún arrastramos hoy día. Las clases altas utilizaron a fascistas para hacer que la clase obrera odiase a sus compañeros extranjeros. Como si la frontera más importante fuese la pintada en el mapa político –no existen fronteras en uno geográfico-; y no la del poderoso caballero don dinero. Mientras se señalaba al inmigrante, los barrios pobres se volvían cada vez más pobres.

Siempre he vivido en un barrio humilde. De esos en los que los gatos se esconden bajo los capós de los coches en verano para protegerse de las horas de sol. De esos en los que colgaban botas de los cables de la luz –antes la luz viajaba por cables-. Un barrio de esos en los que niños en bicicletas, que puedes ver en museos, paseaban tranquilamente. Un barrio en el que dos personas desconocidas se saludaban al cruzarse. En el que niños montaban barricadas en las calles para jugar al fútbol, cuando el balompié aún no era un deporte de élites practicado por robots en chalets donde los goles son celebrados con un brindis con Champagne. 

El sueldo de mi padre era el único que nunca faltaría en mi casa. Mi madre, por su parte, contribuía muy a menudo, si bien el sector sanitario, en ruinas desde la crisis económica y en el que ella estaba encuadrada, no era seguro de nada. A pesar de todo, y retomando unos párrafos más arriba, abandoné mi casa para estudiar en una Universidad de renombre lejos de mi ciudad. Desde allí observé, resignado y con cada vez menos recursos, la evolución de la situación económico-política-social que se desarrollaba en España. Busqué trabajos de todo tipo para poder costear mi carrera. Llegué a trabajar como camarero en una aclamada cadena de restaurantes con un contrato a media jornada. Por entonces la jornada completa eran 8 o 9 horas; hasta 2034 no se legalizó la de 20 horas que dio paso a la indefinida promulgada en 2048 y que llevamos ya una década padeciendo. Sufriendo. Muriendo.

Mi contrato de media jornada no se correspondía con las 12 horas que en realidad echaba cualquier día en el restaurante, algo incompatible con mis estudios de Ingeniería. Dejé el trabajo para centrarme en ellos ya que necesitaba de la beca del Estado –ayudas que el Estado daba al estudiante- para sobrevivir. El primer curso fue muy duro pero conseguí sacarlo adelante aprovechando al máximo unas recuperaciones de septiembre que me hicieron replantearme mi ausencia de fe en una criatura divina. El segundo año, más llevadero, fue el revelador. Había crecido, conocido gente, visto mundo. Poco me parecía al niño que se marchó de casa con 17 años para estudiar fuera. Había visto la inmundicia del planeta que existía a mi alrededor, en el que sobrevivir fuera del rebaño se convertía en una quimera. Leí, me formé políticamente y adquirí la conciencia de clase con la que hoy escribo estas líneas. Tenía que marcharme. Había perdido la fe en el ser humano que vivía fuera del círculo que formaban mi familia, mis amigos y mi novia. Necesitaba huir. 

No fue fácil. Hoy me gusta pensar que lo hice por necesidad; que no fue una válvula de escape para esconderme de mis responsabilidades. Creí en construir un mundo mejor. Dejé atrás todo lo que quería para edificar el mundo que para ellos quería; si bien sabía que no lo disfrutarían conmigo. Creí en un mundo más justo y en su búsqueda me fui, ¿es egoísmo eso? Nunca fue fácil decir adiós a mi madre, aún recuerdo su último beso en la mejilla. Tampoco a mi padre, orgulloso de lo que veían sus ojos: el emprendimiento de un viaje en el que me hubiese acompañado de haber tenido 30 años menos. Despedirme de mis amigos se convirtió en una batalla por guardar las formas que ninguno de los presentes en aquella última cena conseguimos vencer. Guardar las formas y abrir el corazón, de donde esa panda de golfos macarras aún hoy no ha logrado escapar. 

Lamentándolo mucho también dije adiós a mi novia, compañera y mejor amiga. Nunca llegué a pedirle que viniese conmigo, más por miedo a una respuesta afirmativa que por temor a su rechazo. Su vida estaba destinada a caminar unos senderos por los que la mía tenía vetado el paso, y yo no tenía ningún derecho a encadenarla a mi locura. He querido a más mujeres que a ella, mejor y peor; nunca más. En el fondo siempre tuve la esperanza de que alguna vereda de su sendero la condujera de nuevo a mis caminos. Aún recuerdo su última caricia acompañada de la promesa de no olvidarnos nunca, algo más poderosa que la de querernos siempre. 24 horas después estaba subiendo al avión que me cambiaría la vida para yo soñar con cambiar el mundo. 

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