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miércoles, 6 de agosto de 2014

Otro viejo en el mar – Capítulo 2

Salió el sol. Toda buena historia debió empezar así, aunque imagino que el comienzo de una mala historia no debe variar demasiado. El ciclo solar me esperanza y desesperanza a la vez, aunque sí es verdad que en medio del mar el sol es un amigo. Suyo es el único ‘buenos días’ que recibo; sin saber nunca si los días van a ser buenos o malos. Sin importar si su noche fue buena o mala. Sin importar realmente nada.

Miro al cielo y casi puedo encontrar tranquilidad de no ser por los satélites que, muy a lo alto, cada cinco horas, hacen su ronda para tener controlado todo metro cuadrado que existe en sus países ‘desarrollados’. El humano ha acabado destruyendo la intimidad. En cierto modo me alegra pensar que eso no siempre fue así. La alegría se torna en rabia cuanto más pienso en ello. Me calmo, merezco descansar. Al fin y al cabo, ya no tengo nada que esconder.

“Todo esto antes era campo”, diría mi abuela si estuviese aquí ahora. Alrededor de estas coordenadas estaba situado el parque donde, algún domingo especial, acudía con mis padres a tirar migas de pan a un grupo de patos, quienes de haberse sublevado al más puro estilo simio me hubiesen dado honores de estado al erradicar la hambruna en esa piscina artificial. Por entonces recuerdo que donde hoy hay mar antes había un pequeño bloque de apartamentos con grandes vistas a la playa. Probablemente debajo de mí aún queden algunas ruinas de ellos. En el 2035 los polos acabaron por descongelarse, algo que a nadie sorprendió. El nivel del mar subió desmesuradamente, algo que tampoco sorprendió a nadie. Como consecuencia, las edificaciones en primera línea de playa quedaron inundadas. Esto último sí sorprendió a muchos. La inteligencia del ser humano siempre me pareció un enigma.

Poco puedo describir sobre esos domingos en el parque. Recuerdo la sensación de alegría que sentía allí; o que al menos hoy pienso que sentía allí. Del resto, mi mente puede reconstruir poco. Al fin y al cabo era un niño; aún no sabía que esas emociones acabarían quedando en un simple recuerdo borroso. Eso podría ser de lo poco que no supiera y debiera haberlo hecho. Jamás he pecado de falta de inteligencia. Desde el día que nací hasta el que gasto hoy, creo que la vida tenía pensado para mí un plan al que logré escapar con relativo éxito: Ser un chico formal, estudiar una buena carrera, encontrar un buen trabajo, casarme con una mujer con la que conformarme, regodearme en mi riqueza y morir sin nunca haber escrito estas líneas. Por suerte engañé al destino y, aunque en ocasiones me inunde una sensación contradictoria, soy feliz.

No considero que fuese un niño muy diferente al resto de mi generación. Aprendí a leer con el Michu, a escribir con los Cuadernos Rubio, a jugar al fútbol con Óliver y Benji, a soñar con Doraemon y a luchar con Goku y Son Gohanda. Como curiosidad, crecí con “El Principito” en la estantería y una colección completa de VHS de Disney en el comedor. Por lo que veía desde mi ventana aprendí a odiar la droga. Un odio que hoy siento alimentado desde dos flancos. Por un lado el emocional, cuando recuerdo a yonkis de mediana edad deambulando por mis calles, buscando nada más que algunas monedas para calmar el mono, apurando sus últimos picos de vida. No eran extraños, no eran yonkis de película, eran antiguos amigos de mis padres, excompañeros de clase, vecinos del barrio. No recuerdo sus caras, pero sí que nunca quise acabar como ellos. Puro miedo. 

A parte de la cuestión emocional hoy sobrevive en mí una menos profunda que ella, pero mucho más comprensible por el resto de humanos: la racional, la sociológica. La droga fue, con sus inicios en el siglo XX, el arma de destrucción más eficaz para la resistencia de la clase obrera. Un siglo más tarde sus cifras de muertos podrían firmar la enfermedad más grave de la historia. Introduciendo la droga en barrios pobres, los gobiernos no solo acabaron con las vidas de los más enganchados; también con las conciencias de aquellos que no anhelaban más que un respiro en su vida. Probablemente así empezaron todos. Con el paso de los años la droga llegó a los barrios ricos. Los niños y las niñas de papá querían divertirse. Surgió la alarma nacional, las teles gritaban contra la droga, incluso los gobiernos gritaban contra la droga. Mientras tanto, los barrios obreros seguían perdiendo vecinos. La clase obrera seguía perdiendo conciencias. Y alguien se forraba con todo ello.

Volviendo a mi vida, nunca quise destacar en nada, nunca soporté el peso de los focos sobre mi nuca. Con el paso de los años fui creciendo y de hecho creo que aún sigo haciéndolo. Cada día me levanto con la esperanza de conocer algo nuevo. Creo que eso me llevó a ser lo que soy hoy; lo que quizá hubiera sido más cómodo no ser. Había estado en infinidad de manis cuando apenas cumplía la década de vida. Manis que no son como las de ahora. Por entonces podía dar la cara y caminar tranquilamente sin chaleco antibalas; algo impensable en la actualidad, ¿dónde quedó la evolución del ser humano? Creo que la mía empezó a producirse, a tomar el camino que me ha llevado hasta aquí, cuando grité el “No a la Guerra” en 2003, fecha en la que España apoyó la invasión de EEUU sobre Irak en otra guerra más que los norteamericanos provocaron para hacerse con el control económico de una nueva región y aumentar el beneficio de sus tan queridas empresas privadas. Para entonces las barras y estrellas no se habían convertido en la mente de la opinión pública en el estado genocida que es hoy. De hecho, recuerdo, ya en el instituto, que había quienes lucían tal bandera como si de una moda se tratase. A mí nunca me gustó llevar la ropa manchada de sangre. La moda tampoco era lo mío.

Creo que durante esos mismos años de adolescencia me enamoré. En realidad lo quiero creer. Quizá fue incluso antes. Los niños se enamoran muy fácilmente, ¿es ese amor menos válido que el adulto? Lejos de vagas teorías psicológicas de Freud o de concienzudas dosis de filosofía de Fromm, hoy creo que el objetivo que debe perseguir un ser humano que ensalza el amor, y que yo me vanaglorio de haber conseguido, es tener la capacidad de amar con la sinceridad de un niño aun siendo adulto. No hablo de un mundo gobernado por niños amorosos; sino más bien por personas de corazón honesto. Y qué lejos estamos.

Continuará...

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