Pasaban los días, las semanas, los meses y los años. Seguíamos recluidos, cada vez con menos privilegios, si es que a respirar tranquilamente unas cuantas horas al día se le puede considerar un privilegio. Vivía con miedo, el mayor miedo que he sentido nunca. El miedo que ya sufría Primo Levi en Auchswitz durante la II Guerra Mundial. El miedo a que nuestra historia no fuese contada. A que ellos se saliesen con la suya y relatasen su discurso, el de los vencedores; el del olvido a los vencidos.
Mantenía la esperanza. Día a día veía rendirse a compañeros y compañeras que se convertían en zombies vivientes que tragaban sopa y masticaban pan. Pero yo mantenía la esperanza. Cuánto más se endurecían nuestras condiciones de vida, más cerca veía el final. Soñaba con que la explicación a nuestro peorvivir era el avance de las milicias populares y las guerrillas. Así era. Cumplía cerca de cuatro años y medio allí cuando el cuartel empezó a ser desalojado. Corría la sangre.